Cuando huele a Dios en todas partes

Elsa Tamez

© Barbara Robra

14 Porque él es nuestra paz, que de ambos pueblos hizo uno, derribando la pared intermedia de separación, 15 aboliendo en su carne las enemistades, la ley de los mandamientos expresados en ordenanzas, para crear en sí mismo de los dos un solo y nuevo hombre, haciendo la paz, 16 y mediante la cruz reconciliar con Dios a ambos en un solo cuerpo, matando en ella las enemistades. 17 Y vino y anunció las buenas nuevas de paz a vosotros que estabais lejos, y a los que estaban cerca; 18 porque por medio de él los unos y los otros tenemos entrada por un mismo Espíritu al Padre. 19 Así que ya no sois extranjeros ni advenedizos, sino conciudadanos de los santos, y miembros de la familia de Dios, 20 edificados sobre el fundamento de los apóstoles y profetas, siendo la principal piedra del ángulo Jesucristo mismo, 21 en quien todo el edificio, bien coordinado, va creciendo para ser un templo santo en el Señor; 22 en quien vosotros también sois juntamente edificados para morada de Dios en el Espíritu.

(Efesios 2:14-22)

Oler es uno de los cinco sentidos de los humanos que, como los demás, hace participar la mente, el cuerpo y el sentimiento. Cuando hueles algo, conoces y al mismo tiempo sientes. Por un lado se discierne con la mente lo que uno huele y por otro, al entrar el olor en el cuerpo por medio de la nariz, brotan sentimientos de placer, serenidad, o de asco y rechazo. Oler te puede llevar a una acción, de huida o de búsqueda; o simplemente de gratitud a la vida. Si olfateas algo que apesta huyes o tratas de quitar lo que hiede y si es tu hermana quien hiede te mueve a llorar y abrazar, te aguantas el mal olor. Ahora, si hueles algo que te agrada hasta el alma, caminas hacia ese olor y todos tus sentidos se despiertan: quieres ver lo que hueles, saborearlo, te guías por ruidos hacia el olor y ansías tocarlo. En otras palabras sentimos que vivimos y damos gracias a Dios por ello.

Esto ocurre con las cosas cotidianas, como con un pan sabroso o un perfume. Pero cuando sentimos que olemos a Dios en todas partes, es algo mucho más profundo y misterioso: es experimentar la trascendencia en todo el cosmos desde lo más minúsculo hasta lo más imponente. En todos los cuerpos terrenales y también en los cuerpos celestes, como las estrellas; y hasta en la Iglesia de Cristo que es su cuerpo terrenal y celestial.

Experimentar la trascendencia en nuestro mundo es como sentir a Dios en todas partes despidiendo un olor muy particular. Es verdad que Dios puede oler feo, de hecho nuestro mundo actual despide este olor feo de Dios a menudo: en las guerras, las torturas, las violaciones de mujeres, el abuso a las niñas y los niños, en el desempleo y en los ríos contaminados. Porque, sabemos, allí habita el Dios crucificado solidario. Este olor despreciable advierte que no se respetó la trascendencia, o la gloria divina reflejada en las criaturas de Dios. Pero ese no es el olor que queremos.

Quiero imaginar la paz en nuestro mundo y nuestra casa como la corola de una flor que despide un olor a Dios. Olor que lleva a discernir su presencia en cada cosa creada, ya sea por Dios o por los humanos. Esto sería como el fin de toda violencia de humanos contra humanos y de humanos contra la naturaleza. Porque así como no puedo asir, agarrar con mis manos el olor para apoderarme de él, así tampoco puedo dominar a las personas y los pueblos: su olor a Dios me detiene. Es un olor de paz, de reconciliación, porque se respeta el olor de Dios en el otro.

La carta a los Efesios sugiere que todo el cosmos es morada de Dios, como un templo santo, como una construcción bien hecha, con excelentes fundamentos. La llama Iglesia, pero como hoy día este término e ha vuelto estrecho, yo la llamaría comunidad cósmica, donde cabe la diversidad de espiritualidades. n esta comunidad todo se vive “en Cristo”, imagen profunda y constante en Efesios. Fórmula que expresa que todo respira a Dios y huele a Dios porque vivimos ligados a esa atmósfera divina. Jesucristo es para los cristianos el “Dios con nosotros”, el “rostro humano de la trascendencia”. Según Ef 2:20 el rostro humano de Dios es el pilar de esa morada habitada por Dios. Esta piedra angular n la construcción de la comunidad cósmica, recuerda perennemente que él mismo es paz, la hace  la anuncia como buena noticia (2:14, 15, 17). Tiene autoridad para hacerlo. Sabe en carne propia qué es la violencia, la tortura y la traición porque padeció la crucifixión causada por la pax romana; otra clase de paz militar que cree que matando a los malos se alcanzará la paz. Paz militar, paz sin justicia ni abrazos. Pero “Dios con nosotros”, que encarna la paz, despide un olor a paz sin muertos, ni violaciones, ni dominaciones, ni exclusiones. Una paz que se edifica derribando no a las personas que trepan a los muros, sino a los muros de la enemistad. Es una paz que no se construye edificando muros e autoprotección contra migrantes o para repeler las guerras. Los muros no llevan más que al odio, la exclusión, el miedo, el asesinato, la avaricia.

Efesios 2:20 dice también que los ancestros de esta comunidad cósmica, es decir los apóstoles y profetas que siguieron ese olor de Dios, también forman parte de los cimientos de esa comunidad universal. Estos pioneros de la comunidad nos recuerdan la vocación a la cual hemos sido creados: vivir simplemente como humanos, interrelacionándonos como hermanos y hermanas, como familia de Dios, incluyendo a la hermana luna y al hermano sol. Las huellas de los ancestros, forjadores de la comunidad, iluminan nuestro caminar.

Imagino la paz vivida en una comunidad cósmica, donde todos tienen cabida, desde los niños llenos de mocos hasta los ancianos que usan pañales. Y todo se respeta porque todo huele a Dios.

En esta comunidad cósmica, templo santo y morada de Dios, no hay armas, ni siquiera de juguete; la pesadilla de la guerra y los atracos queda atrás, enterrada entre los escombros de los muros de separación. No hay violencia porque la paz verdadera trae comida y trabajo y dignidad. Tampoco hay discriminaciones, porque no hay pueblos que viven lejos ni pueblos que viven cerca (2:13). No hay elegidos, ni atrasados. Todos los pueblos viven en el regazo de Dios, cuyo corazón palpita la paz y la reconciliación. Los que estaban lejos no se asimilaron a los que estaban cerca, y los que estaban cerca no preservaron sus privilegios sobre los demás, porque se hizo de todos una comunidad cósmica nueva, bendecida en su diversidad de lenguas, culturas y modos de dar gloria al Dios creador.

Por eso imagino la paz sin asimilaciones ni exclusiones, sin dominios de unos sobre otros. Y es que el olor a Dios del otro frena los impulsos del sometimiento y de la puñalada. En esta nueva comunidad humana se vive la diversidad en paz, atrás quedan las mañas de acumular dinero a costa de los pobres y de preferir el color blanco y rubio al café y negro. Ah, y no hay a quien se le ocurra alimentar las máquinas en lugar de a los seres vivos porque esta comunidad nueva pluricultural es sensata, vive la sabiduría de Dios.

Así es la paz que imagino y la veo en la Carta a los Efesios como una promesa que quiero creer es posible. Me da fuerza para no temer a las fuerzas ocultas de poderes y potestades (6:12), fuerzas que no vemos pero cuyos golpes sentimos. A esa mano invisible que hace que las monedas de los países suban y bajen o que el petróleo suba sin parar y que de pronto los alimentos básicos se vuelvan inalcanzables. Porque Dios, dice la epístola, recapituló todos los acontecimientos y las cosas en la tierra y en los cielos para que confluyeran en la divinidad crucificada (1:10) y resucitada por amor a la humanidad. Me mueve la esperanza de que así como el crucificado fue resucitado y llevado a una posición más allá de los poderes ocultos (1:20), así también nosotros, hemos sido resucitados y colocados en esa misma posición (2:10). Por eso creo que todos somos de alguna manera “Dios con nosotros” porque olemos a Dios en todas partes y despedimos olor de Dios.

Pero, claro, cuando abro los ojos y veo al mundo que nos rodea, pienso que esto que he dicho no es más que una plegaria, un clamor a Dios desde el Espíritu de Dios en mí, igual que el de la tierra que gime como una mujer parturienta (Ro 8:22).

 

Elsa Tamez, de nacionalidad mexicana; especialista en Estudios Bíblicos y asesora de traducción de las Sociedades Bíblicas Unidas; profesora emérita de la Universidad Bíblica Latinoamericana de Costa Rica.

Esta meditación bíblica ha sido publicada en el libro "
La paz: imagínala", una colección de recursos litúrgicos preparados en el marco de la Convocatoria Ecuménica Internacional por la Paz 2011.